Trump y la OTAN: ¿quién defenderá Europa?

Por: Claudia Ruiz Massieu

La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la alianza militar más importante de la historia contemporánea, está nuevamente en el centro del debate internacional. La razón no es la inminente adhesión de Suecia, ni algún anuncio ante el segundo aniversario de la invasión rusa a Ucrania, sino una declaración del virtual candidato presidencial republicano, Donald Trump.

En un mitin de campaña, coincidente con la Conferencia de Seguridad de Múnich, Trump fustigó a los países europeos que han incumplido sus compromisos de invertir en capacidades militares, sugiriendo que –en caso de ser electo– Estados Unidos no defendería a quienes no paguen por su propia seguridad; y que, de hecho, permitiría que Rusia “haga lo que quiera” con ellos.

Los modos estridentes del personaje, así como haber hecho este señalamiento de forma pública, generaron alarma en las capitales occidentales. Sin embargo, más allá de Trump, diversas administraciones en Washington han coincidido en este añejo asunto: Europa no tiene suficientes medios propios para defenderse y depende excesivamente de los recursos de Estados Unidos.

La OTAN surgió durante la guerra fría como contraparte al Pacto de Varsovia, que agrupaba a la Unión Soviética y sus aliados. En ese momento, Europa vivía bajo la amenaza permanente de una posible agresión armada desde el este. El arsenal nuclear estadounidense y el artículo 5° del Tratado del Atlántico Norte (que compromete a todos sus miembros a defender juntos a cualquiera que sufra un ataque) se convirtieron en la principal garantía de paz en el continente: la contención.

Tras la caída de la URSS, los países europeos redujeron su gasto militar y se produjo el llamado “dividendo de la paz”, que les permitió reasignar los presupuestos destinados a la producción de tanques, misiles o sistemas de protección aérea hacia áreas como el gasto social, la infraestructura o los servicios públicos. Estados Unidos continuó subsidiando, cada vez más, las capacidades militares de sus aliados. En 2014, los miembros de la OTAN acordaron asignar al menos 2% de su PIB a la inversión en defensa, un objetivo que pocos han cumplido (en claro contraste, ese mismo año los estadounidenses destinaron más del 17% de su PIB a dicho rubro).

Durante décadas, gracias a la relativa estabilidad regional, la posibilidad de una guerra parecía inconcebible. El 24 de febrero de 2022 marcó un punto de inflexión, un “Zeitenwende”, como dijo el canciller alemán. La invasión a Ucrania por parte de Rusia recordó al viejo continente que mantener capacidades defensivas creíbles y robustas no era un lujo, sino una necesidad. En estas mismas páginas, (“La OTAN: ¿provocación o necesidad defensiva?”) argumenté en favor de la seguridad colectiva como herramienta para garantizar la paz y la estabilidad internacionales.

La defensa militar es un asunto de principios e intereses. Estados Unidos tiene una responsabilidad como líder global del orden democrático liberal; al mismo tiempo, enfrenta desafíos que alimentan el aislacionismo de quienes, internamente, se resisten a asumir dicho liderazgo, como los sectores más conservadores, que mayoritariamente respaldan a Trump.

Y si bien los principios pacifistas europeos (producto de las lecciones de un pasado violento) son encomiables, ningún país puede arriesgar sus intereses de seguridad al depender permanente y tan hondamente de los recursos y voluntad de potencias extranjeras. Invertir en defensa tiene un costo financiero y político; pero el costo de no hacerlo puede ser mucho mayor. No se trata, por supuesto, de atizar irresponsablemente los conflictos, al contrario: a veces la mejor forma de mantener la paz es siendo lo suficientemente fuerte para disuadir al potencial agresor de iniciar la guerra.

Fuente: heraldodemexico.com.mx

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