Las democracias del mundo enfrentan un enemigo común y persistente: la desinformación. En esta época en que la información fluye con gran velocidad y tiene un alcance sin precedentes, el avance acelerado de las tecnologías trajo consigo una serie de retos que han puesto en entredicho la manera en la que las sociedades se organizan políticamente y garantizan los derechos de quienes las integran.
Casos como el de Cambridge Analytica, la empresa británica dedicada al análisis de datos que influyó en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016 mediante la recolección de datos personales de millones de usuarios de Facebook sin su consentimiento, para elaborar perfiles psicográficos que le permitieron dirigir anuncios políticos personalizados, dejaron de manifiesto que la desinformación y las noticias falsas dirigidas pueden desvirtuar la vida democrática de un país.
En México este fenómeno plantea un reto significativo para la estabilidad política y social. Como lo refiere la organización Artículo 19, la desinformación en la esfera digital mexicana está cargada de un alto nivel de violencia, ya que muchos de quienes participan en la vida democrática del país, a menudo son víctimas o victimarias de descalificaciones personales, ataques por la forma en la que piensan y amenazas que pueden llegar a la agresión física.
En este contexto, si bien las autoridades electorales realizan esfuerzos por combatir las fake news a través de campañas de información o alianzas con plataformas digitales, la falta de regulación, el dinamismo con el que se distribuyen y el anonimato hacen que se establezca una dualidad peligrosa. Por un lado, acerca a las personas al conocimiento, democratiza la información y amplía el espectro de participación de las personas; por otro, reduce la certidumbre sobre lo que se conoce.
La desinformación también polariza a la sociedad. En un entorno político ya de por sí radicalizado, los discursos de odio y la división se convierten en herramientas políticas que buscan la confusión y el conflicto para que sus promotores se vean beneficiados. Si bien este es un elemento natural dentro de las democracias liberales, cuando llega a niveles extremos puede desvanecer los espacios comunes mínimos requeridos para mantener una conversación pública civilizada y democrática, erosionando un sistema que permita dirimir los conflictos y diferencias por vías distintas a la violencia.
Entonces, ¿qué hacer para combatir la desinformación que amenaza la democracia? Existen propuestas regulatorias como las discutidas por José Javier Olivas en el caso «Catalangate», que aboga por un enfoque que persiga la desinformación después de su aparición y que promueva la educación mediática y el fortalecimiento de una cultura de verificación entre la ciudadanía. Otra iniciativa es el aumento de programas de alfabetización mediática e informacional en escuelas, para cultivar, desde la niñez, generaciones de ciudadanos bien informados y con conciencia crítica.
Por otro lado, la colaboración transnacional en la lucha contra la desinformación es crucial. Como señala Loreto Corredoira en el libro Democracia y desinformación, actores como la Unión Europea han avanzado significativamente en la creación de un marco regulatorio que podría servir de modelo para combatir la desinformación. La adopción de directrices internacionales y la cooperación con organismos internacionales pueden proporcionar herramientas adicionales para abordar este desafío global.
Por ello, implementar estrategias robustas, que incluyan la educación mediática, la regulación de contenido en plataformas digitales y la colaboración entre todos los actores para garantizar el acceso a información veraz y oportuna es fundamental para combatir la desinformación. Esta lucha es vital para preservar la integridad de los procesos democráticos y asegurar una participación ciudadana informada y efectiva.
Fuente: heraldodemexico.com.mx