El 30 de agosto se cumplen tres años del final de la misión estadunidense en Afganistán que comenzó después de los atentados de septiembre 11. Ese día partió el último avión que completaba la evacuación de 120 mil personas de origen extranjero ante el avance del Ejército Talibán hacia la capital Kabul. Prácticamente ningún extranjero decidió permanecer en suelo afgano por las restricciones y las duras medidas adoptadas por el régimen extremista que han reaparecido contra mujeres y niñas.
En estos años la situación económica y social del país ha empeorado, producto del aislamiento con el resto del mundo por el fanatismo y la intolerancia del grupo en el poder. Estados Unidos y la Unión Europea suspendieron relaciones diplomáticas y cualquier tipo de negocios; agencias de Naciones Unidas y organismos no gubernamentales abandonaron ese territorio ante la falta de garantías y de seguridad.
Tras ser desplazados del poder en 2001, los talibanes impusieron su versión más radical de la sharía (ley islámica) en los territorios rurales que dominaban tanto en Afganistán como en la vecina Pakistán. La mano dura iba dirigida contra la educación y las mujeres, a las que prohibieron salir de casa si no eran acompañadas de un varón. Destruyeron escuelas y monumentos históricos como las estatuas de Buda en la provincia de Bamiyán.
La valentía de Malala Yousafzai en denunciar públicamente el cierre de escuelas y la prohibición de las niñas de asistir a la secundaria casi le cuesta la vida a manos de milicianos talibanes que le dispararon por “promover la cultura occidental”. Malala fue reconocida con el Premio Nóbel de la Paz hace una década.
Sin embargo, su lucha y los avances alcanzados se desvanecieron y las grandes perdedoras son todas las mujeres que viven en un clima de terror y zozobra permanentes por el radicalismo del movimiento talibán que ha cometido incontables abusos contra los derechos humanos. Una ley de moralidad de 35 artículos promulgada la semana pasada prohíbe que se escuchen las voces de mujeres en espacios públicos y que sus rostros se muestren en la calle; estos tendrán que estar cubiertos bajo el hiyab (velo islámico) para evitar “causar tentación”.
La norma, ratificada por el líder espiritual supremo tiene el propósito de “combatir el vicio y promover la virtud”; también prohíbe el uso de cosméticos o perfume con el fin de que no imiten a las mujeres no musulmanas. Se les niega mirar a hombres que no sean sus parientes y abordar un transporte si no van acompañadas de un “tutor”. Evitar en público la voz de las mujeres incluye cantar, recitar o hablar frente a un micrófono.
La sevicia contra las mujeres en Afganistán ha despertado un rechazo unánime en todo el mundo. Preocupa la indefensión y el estado de terror al que son sometidas en su vida diaria. Se trata en los hechos de millones de mujeres que viven en una especie de prisión al aire libre desde que nacen. A partir de que el grupo fundamentalista retomara el poder en 2021, la situación de niñas y mujeres no ha hecho sino empeorar al estar envueltas en una espiral que las deshumaniza, las invisibiliza, las desprecia y ahora, las silencia.
La lucha continúa mientras una niña no pueda ir a la escuela, mientras vivan violencia detrás de un hiyab impuesto, mientras se prohíba su voz en público. Es inhumano, es desgarrador y es imposible desde todos los lugares del mundo no alzar la voz y exigir que esto pare.
Fuente: elsoldemexico.com.mx